09 mayo 2011

EL SILENCIO DE LOS MEDIOS HEGEMÓNICOS

Los lectores de “La Nación” y los de “Clarín”en la edición en papel (y sus medios radiales y televisivos), no se enteraron ni podrán enterarse de los conmovedores testimonios de Victoria Montenegro y Victoria Moyano Artigas (ver “Página 12” del 26 de abril y 4 de mayo y “Tiempo Argentino” del 26 de abril y del 6 de mayo) vertidos en el juicio por el plan sistemático de robo de bebés. Treinta y cinco años después, son los mismos medios que canjearon silencio por negocios y mezclaron tinta con sangre, los que deciden silenciar el relato de las víctimas del terrorismo de estado. Esos mismos medios que fueron socios en el terror y parteros de los golpes de estado, son los que intentan articular treinta y cinco años después a una oposición deshilachada que actúa como expresión de los grupos económicos concentrados bajo la bendición importante (pero por ahora impotente) de la iglesia.
Si durante el gobierno de Raúl Ricardo Alfonsín, con una relación de fuerzas complicada, se decidió que por televisión no se escuchara la voz del testimonio de las víctimas durante el histórico juicio a las tres primeras juntas, treinta y cinco años después y con otra relación de fuerzas, “Clarín” y “La Nación” deciden silenciar la voz de los hijos recuperados de los desaparecidos, apropiados ilegalmente como botín de guerra.Los mismos medios hegemónicos que hoy recurren a una patronal que los representa, como la Sociedad Interamericana de Prensa, aludiendo que los límites que el gobierno intenta fijar a la concentración de Clarín o a Papel Prensa en que ambos son socios, constituyen una limitación a la libertad de prensa, fueron los que le dijeron en 1978, según recuerda Manuel Abal Medina en un impecable documento: “Entre el 18 y el 25 de agosto de 1978, en plena dictadura militar, la Argentina recibió una misión de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) encabezada por Edward Seaton, propietario del diario "Mercury" de Kansas e Ignacio Lozano, de "La Opinión" de Los Ángeles. Durante su visita, los representantes de la SIP entrevistaron a más de cinco docenas de personas y elaboraron un documento notable, que no fue divulgado entonces por la prensa de nuestro país. Entre las principales conclusiones de ese informe se destacan las siguientes: para los editores argentinos la seguridad nacional tenía prioridad sobre la libertad de expresión, justificaban la censura por manifestarse de acuerdo con la dictadura militar, se negaban a informar sobre la desaparición de personas y se beneficiaban de ese comportamiento al asociarse con el Estado para la producción de papel mediante la empresa Papel Prensa.” No hace falta explicar demasiado el contexto en que fue realizada esa visita: la censura de prensa, la persecución a intelectuales, el asesinato, el secuestro y la desaparición de miles de personas -entre ellos más de un centenar de periodistas-, la existencia de campos de concentración donde reinaba la tortura y la muerte, y la difusión del terror sobre el conjunto de la sociedad, definieron aquella época que recordamos como la más trágica de nuestra historia.” Veintisiete años después del retorno a la democracia, no hay que tener audacia, porque no hay peligro para informar sobre los históricos juicios que se vienen concretando con lentitud pero firmemente. No se hace porque hoy están en peligro las canonjías y apropiaciones obtenidas ilegalmente en aquella época de noche y niebla. Como puede apreciarse hay un hilo de Ariadna que vincula el pasado y el presente de los medios hegemónicos.En el caso de Clarín, la cobertura sobre las atrocidades del terrorismo de estado tuvo lugar hasta que irrumpió con intensidad el tema de los hijos adoptivos de Ernestina Herrera de Noble.
El martes 26 de abril, día que “Página 12” y "Tiempo Argentino transcribieron el desgarrador testimonio de Victoria Montenegro, “Clarín” puso en tapa el reencuentro de dos gemelos con su madre en Añatuya que ella había dejado al cuidado de otra familia cuando tenían tres meses. “La Nación” sólo trato el caso colateralmente el día siguiente, por el involucramiento del fiscal de casación Romero Victorica.
La casi totalidad de la prensa, incluida fundamentalmente la hegemónica, silenció hace treinta y cinco años el secuestro de Ramona Torres y Roque Orlando Montenegro, padres de Victoria Montenegro, y los de María Asunción Artigas Milo y Alfredo Moyano, padres de Victoria Moyano Artigas. Hoy omite el testimonio que sobre sus apropiaciones y sus terribles historias realizaron las dos Victorias. Dos Victorias que son el testimonio vivo de una gigantesca derrota. Es una limitación a la libertad de prensa que no será recogida por la SIP, ni impedirá a los medios involucrados considerar que practican periodismo independiente.
8-05-2011 .
Publicado por Hugo Presman.

ANEXO 1 EN PAGINA 12 DEL 26-04-11
VICTORIA MONTENEGRO, HIJA DE DESAPARECIDOS, DECLARO POR PRIMERA VEZ CONTRA SU APROPIADOR Y REVELO EL ROL DE ROMERO VICTORICA.



“El fiscal llamaba a casa y le daba información”





En la causa sobre el plan sistemático de apropiación de hijos de desaparecidos, Montenegro denunció que el fiscal de Casación Juan Martín Romero Victorica le filtraba información al coronel Herman Tetzlaff, su apropiador y asesino de su padre biológico.


Por Alejandra Dandan

 Entró en la sala de audiencias sin pañuelo, convencida de que no le iba a hacer falta. Su apropiador se lo había dicho muchas veces: que no llorara, que ésa era una forma de mostrarse débil ante el enemigo. Victoria Montenegro ayer lloró, lloró mucho, acompañada por buena parte de la sala. Contó escenas de sus años de hija de desaparecidos apropiada por un coronel de Inteligencia del Ejército. Por primera vez en su vida declaró contra él y, de alguna manera, a favor de la recuperación de la historia de sus padres biológicos. En medio de ese relato denunció al fiscal de Casación Juan Martín Romero Victorica porque, mientras la Justicia investigaba a su apropiador, el fiscal filtraba información hasta veinte días antes. Al terminar la audiencia, en la causa sobre el plan sistemático para apropiar hijos de desaparecidos, el fiscal Martín Niklison pidió al Tribunal Oral Federal 6 que impulse una denuncia penal a Romero Victorica y envíe los datos al procurador general.
“Yo de Romero Victorica nunca dije nada y, pese a que tuve charlas en Abuelas, siempre me contuve –dijo Victoria–. Nunca dije nada porque estaba convencida de que soy una persona sumamente leal y que yo le debía lealtad a él, porque había ayudado a mi papá. Cuando hace poco me llamaron para declarar en una causa, me di cuenta de que a este señor no le debo nada, que en realidad no ayudó nunca. Que mi papá está desaparecido. Y que él hizo todo lo contrario: ayudó a que yo apareciera más tarde, y ahora tengo a mis abuelos muertos, a mi tía también muerta... Recién entonces pude darme cuenta de quién es esta persona.”
Romero Victorica era amigo de Herman Tetzlaff, el apropiador de Victoria. Ella ubicó esa relación desde antes de 1992. En ese momento, la Justicia reabrió una causa contra Tetzlaff y ordenó detenerlo. Romero Victorica, que en la familia era mencionado con un apodo, le puso tres abogados y en tres meses lo sacaron de la cárcel. Victoria dijo que eran abogados que ellos no estaban en condiciones de pagar. Y que luego le adelantó a su apropiador todos los avances de la causa: “El llamaba a casa y le daba información”, explicó. En una ocasión, para el momento de la primera detención de su apropiador, fue Victoria la que le atendió el teléfono. Ella lloraba: “El me dice que me quede tranquila y me pega dos gritos: me dice que llorando no se soluciona nada, que mi padre estaba orgulloso de mí, que yo debía contenerlo, que iba a salir, que él iba a poner a unos amigos para que lo sacaran... Ahí me entero de quién era esta persona”.


La historia

Victoria nació el 31 de enero de 1976. Sus padres eran Hilda Ramona Torres y Roque Orlando Montenegro, dos militantes de la JP primero y luego del ERP, salteños, una familia que escapaba del Operativo Independencia. Trece días después del nacimiento, un grupo de tareas entró en la casa donde vivían, en Boulogne. Tetzlaff era el jefe del operativo, un hombre que había sido jefe de los grupos de tareas de El Vesubio, jefe de Inteligencia y en algún momento encargado del arma de Comunicaciones en Campo de Mayo. Se apropió de Victoria seis meses después del operativo en el que –como le confesó más adelante– él mismo asesinó a su padre. ¿Usted vivió con otra identidad durante muchos años? –preguntó Niklison al comenzar la audiencia.

“Me llamaron María Sol Tetzlaff Eduartes, nacida el 28 de mayo del ’76 en Boulogne, San Isidro, como hija del coronel Herman Antonio Tetzlaff y de su esposa, María del Carmen Eduartes. Yo nunca tuve dudas de que no era María Sol, me decían que era hija de ellos”, explicó. ¿Qué versión le dieron? “Yo siempre tuve dudas, pero sobre el horario en el que había nacido. Lo que le preguntaba a mi apropiadora era la hora: sabía que el 29 de mayo era el Día del Ejército. Me decían que el 28 Herman tuvo un desfile militar en San Isidro, ella se descompone y yo nací en la Clínica del Sol.” ¿Cuándo aparecieron las dudas de que no sería hija de ellos? “Cuando tenía nueve años, calculo, llaman a Herman a un juzgado de Morón. Un día yo lo acompaño. Entro con él al despacho del juez y el juez pregunta si no era mejor que yo esperara afuera. El dijo que no. El juez saca del cajón una causa y le dice que las ‘viejas’ ya estaban empezando a molestar. Que se quedara tranquilo, que el encargado de todo esto era otro colega, pero que tomara conocimiento de que estaba pasando esto.”
Eso sucedió alrededor de 1989. Victoria no se acuerda del nombre del juez, pero sabe que en ese momento empezó la causa a Tetzlaff. “Hasta entonces, yo lo que sabía era que en Argentina hubo una guerra, en ese momento yo consideraba a Herman como mi papá, para mí la subversión se estaba vengando de ellos que habían sido soldados; que los desaparecidos eran mentira. Pensaba que no eran personas físicas, sino un invento de las Abuelas."
Cada vez que aparecía en TV algo que no cerraba con ese relato, Tetzlaff la sentaba a adoctrinarla. Le dijo que lo primero que hacía la subversión era dañar a la familia, núcleo vital de una sociedad sana. Que las Abuelas instaban las dudas para crear miedo. “Por eso para mí eran todas unas mentiras: yo era hija de él y estaba convencida de que todo era un invento.”
Tetzlaff era enorme: medía dos metros y pesaba 145 kilos. Era rubio como su mujer, descendientes de alemanes. Vivían rodeados de policías y de militares en los monoblocks de Villa Lugano, que recién se habían construido, dijo Victoria. El departamento solía estar lleno de banderas. Tetzlaff hablaba de la causa: “La causa no sé qué era exactamente, pero era una bandera celeste y blanca; ellos eran los buenos, había una causa nacional; era el olor a cuero, las botas, la familia cristiana, la misa, cenar afuera porque Mary no cocinaba, para mí ésa era la familia: los restaurantes llenos y Herman que terminaba las conversaciones con la 45 arriba de la mesa diciendo: ‘Yo siempre tengo razón, y más cuando no la tengo’”.



Victorica

Entre los amigos de Tetzlaff estaban Leopoldo Galtieri, Guillermo Suárez Mason y Omar Riveros. Con la democracia, a Tetzlaff lo ascendieron de teniente coronel a coronel, lo mandaron a Paraná como juez de instrucción militar para alejarlo por las causas que empezaban a ventilarse en Buenos Aires. Cuando Victoria cumplió 15 años, lo detuvieron por primera vez: entonces apareció Romero Victorica.
“Herman estaba muy nervioso. Un día me llama y me plantea que ya había una causa que había tomado (Roberto) Marquevich, que era un juez montonero, que estaban las Abuelas de por medio, que lo más probable era que me sacaran sangre para compararla con el Banco Genético que en realidad lo manejaban las Abuelas.” En ese momento, también le dijo que seguro iban a decirle que era “hija de la subversión, así es que seguramente después vengan y te saquen de casa. Yo decía mientras tanto que no: que diera lo que diera, me iba a quedar con él; él me lo agradeció y que me dijo que no esperaba otra cosa de mí”.

Para entonces, Tetzlaff tenía a su “amigo en Comodoro Py” que le pasaba todos los datos, dijo ella. Cuando Marquevich, que era juez de San Isidro, la llamó para sacarse sangre, Tetzlaff la acompañó al Banco Genético. Poco después, le anunciaron la primera parte de lo esperado: que no era hija de quienes hasta ese momento suponía sus padres. “Me dijeron que en un 99 por ciento yo no era hija de ellos, pero yo dije que me quedaba con ese uno por ciento, porque sí era hija de ellos. Les decía que eran todos unos subversivos, porque pensaba que era hija de ellos.”

En el camino, Tetzlaff quedó detenido. Romero Victorica puso a sus amigos abogados que, según el relato, le debían un favor. Uno de ellos era un sobrino suyo de apellido Romero Victorica y otro Martín Anzoátegui, juez federal durante la dictadura, que ordenó en 1981 allanamientos a los organismos de derechos humanos. “Lo sacaron a Herman a los tres meses de Caseros, entró en diciembre y salió en abril para la Pascua”, recordó ella.
Mientras tanto, Marquevich seguía buscando la identidad. Un día le pidió más sangre para compararla con otras muestras, pero ella se negó para frenar la causa. Un mes y medio después, su apropiador, que ya sabía lo que estaba pasando, le avisó que la iban a llamar de la Cámara de Casación de San Martín. Ella entró a entrevistarse con los jueces sabiendo que había tres, “uno subversivo y montonero y dos de los nuestros”, dijo. Después de entrevistarla, la Cámara sacó un fallo aceptando que no se sacara sangre, un fallo que nutrió más adelante la resolución de Evelyn Vásquez, que terminó confirmada por la Corte Suprema de Nación.
Victoria le avisó Tetzlaff: “Me acuerdo que Herman me esperaba en una parrilla cerca –dijo–, y yo fui y le llevé el fallo. Me felicitó: ‘Muy bien, m’hija’, me dijo. Se lo di y me acuerdo que cuando me senté creo que fue el comienzo del momento de empezar a hacerme cargo de la otra historia. Pensé: ahora soné si alguna vez quiero saber algo”.
Finalmente, no hizo falta una nueva muestra. Con los nuevos métodos, el juzgado hizo el cruce. Marquevich la llamó un día para decirle cuál era su familia: “Me agarró terror –dijo ella–, porque era hija de la subversión, ése fue el primer miedo”. Cuando su apropiador estaba enfermo o ya había fallecido, ella entró al despacho de Romero Victorica en Comodoro Py. Iba a preguntarle cómo hacer con su nuevo documento porque no lo quería. “¡Si lo habré tenido al gordo acá sentado horas!”, contó que le dijo el fiscal.


El complot contra el juez


Un día, Martín Anzoátegui y otro de los abogados que le había asignado Juan Martín Romero Victorica llamaron a Victoria para proponerle un complot contra el juez Roberto Marquevich. “Para destruir al joven Marquevich”, le dijeron, según contó ella. “Creo que fue cuando el juez ordenó la detención de la señora (Ernestina Herrera) de Noble –dijo Victoria–: decían que había pasado todos los límites.” La propuesta consistía en denunciar al magistrado. Tiempo antes, Marquevich se había enojado con ella porque se negaba a leer el expediente con la historia de sus padres. Le preguntó si sabía leer y le gritó que leyera. Victoria salió del despacho diciendo le habían gritado. Y los abogados ahora pretendían montarse a esa situación: “Querían que yo saliera a los medios a decir que había sido víctima de malos tratos de parte del juez y ellos me iban a ayudar para agrandar esa situación”, dijo. “El tema era que si corríamos a Marquevich de la causa se paraba el expediente y papá además zafaba de ir preso.” En ese contexto, Victoria agregó un detalle: ella aceptó hacer la denuncia para la que los abogados aseguraban contar con todos los medios, pero finalmente no avanzaron porque, al parecer, la vieron muy temerosa. Marquevich fue destituido, pero Victoria recordó que entre las causales de la destitución se mencionaba a su apropiadora: al juez lo acusaron de darle a ella prisión domiciliaria y a la dueña de Clarín, no.

Golpes, gritos y amenazas

 
Después de nacer, Victoria estuvo de enero a mayo del ’76 en la comisaría de San Martín, al cuidado de unas monjas. Con ella había otros seis bebés, supo por su apropiador. Las monjas los tenían al parecer durante un plazo perentorio: si no los entregaban en los primeros meses, eran enviados a Casa Cuna. Tetzlaff convenció a su mujer de recoger a la niña cuando se acercaba ese límite. Se llevó otro bebé para Lina, su empleada doméstica. Y él mismo decía que los otros se los llevaron hombres de Lugano. Cuando tenía unos cinco o seis años, ella rompió una taza de porcelana de la apropiadora: “Mary me empieza a pegar, y me dice que me devolvía a las monjas. Cuando llega Herman, él le dijo que ya no podían hacerlo, así que después yo le pido perdón, ella me perdona y me dice que por esta vez me quedo en casa”. Cuando creció, no podía escuchar música porque era subversiva. Su hermana más grande –hija biológica del matrimonio– solía hacerlo pero sin que supiera el padre. “Una vez puso la ‘Marcha de la Bronca’, la apagó y cuando salimos todos en el auto yo me pongo a cantar, porque era pegadiza... No llegué a decir uno, dos y me comí un cachetazo de Herman, que me cimbró la nuca”, contó. “Mary puso música en la radio, Luis Miguel o algo así y me dijo: ‘Vos tenés que escuchar esta música y no música subversiva’.” Otra vez, cuando la película La historia oficial ganó el Oscar, su apropiadora sacó la bandera por la ventana para festejar. ¡Vamos Argentina!, decía. “Cuando llegó Herman –dijo Victoria– va al dormitorio y le dice: ¿qué hacés? Ella le responde que habíamos ganado el Oscar y él le dice: ¿pero no entendés nada?”

 

ANEXO 2: DE NOTA DE PAGINA 12 el 4-05-011

EL TESTIMONIO DE VICTORIA MOYANO ARTIGAS, QUIEN RECUPERO SU IDENTIDAD EN 1987 Y AYER CONTO SU HISTORIA.



“Nos daban como mascotas, te elegían”

En la causa por el plan sistemático de robo de bebés, Victoria recordó que nació en el Pozo de Banfield; su madre está desaparecida. Fue entregada al hermano de un comisario. Su maestra de primer grado denunció el caso a las Abuelas de Plaza de Mayo.

Por Alejandra Dandan.



Habían pasado exactamente diez años, como si los números dijeran algo. El 30 de diciembre de 1977 secuestraron a su madre con un embarazo de cuatro meses. El 30 de diciembre de 1987, Victoria Moyano Artigas entró al juzgado de Juan Ramos Padilla porque iba a conocer su identidad. “Lloraba el juez, lloraba el secretario, la asistente social, llorábamos todos; era una situación difícil, pero finalmente me dijo que yo tenía a una parte de mi familia en Uruguay y que era descendiente de Artigas, como para consolarme; me empezó a explicar que era hija de desaparecidos, que era una situación difícil que yo entendí recién a los días.”


Un día más tarde, el 31 de diciembre, Victoria conoció a las abuelas biológicas en ese mismo juzgado de Morón. “Eran las tres de la tarde, en el patio del juzgado habían puesto una mesa con sanguchitos, era algo festivo, yo sabía que iba a conocerlas, así es que con todas las tristezas y contradicciones preparé galletitas de limón y conocí a Blanca, a Enriqueta, a Susana, Chicha y Estela, de Abuelas de Plaza de Mayo.” Las abuelas le mostraron fotos de sus padres. Y el juez le dijo que a partir de ese momento iba a vivir con ellas. “Yo dije que no quería, pero Juan me dijo: o vas o vas. Y bueno, conocí a otra parte de mi familia y así empezó la vida con la familia biológica.”


Victoria Moyano Artigas contó su historia en el juicio por el plan sistemático de robo de bebés. Se sujetó cuanto pudo a la historia política de sus padres: María Asunción Artigas Milo y Alfredo Moyano. Antes de que las defensas preguntaran nada, ella los situó en el espacio político de la resistencia obrero-estudiantil, ubicó a su madre como habitante del barrio La Teja de Montevideo, “el barrio obrero por excelencia”, explicó. Durante ese fragmento del relato, se topó con una bravuconada de Luis Velazco, único defensor particular de los represores, abogado de Ruben Oscar Franco, ex juez de instrucción. Golpeando los dedos contra la mesa, gritó en medio de la sala: “¡Terminemos con la arenga revolucionaria!”. Luego del freno de las querellas, especialmente de Alejo Ramos Padilla y unas palabras de la presidenta del Tribunal, María del Carmen Roqueta, Victoria respondió diciéndole simplemente lo que pensaba: “Esperé 32 años para hablar y tengo todo el derecho a hacerlo, yo no estoy en el banco de acusados y son ellos los que tienen que dar explicaciones”.

 
La historia


Hasta diciembre de 1987, Victoria era María Victoria Penna, supuesta hija de María Elena Mauriño, una ama de casa, y Víctor Penna, empleado textil y hermano de Oscar Penna, comisario de la Brigada de San Justo, la persona que alguna vez se acercó personalmente a los calabozos del Pozo de Banfield donde estaba secuestrada la madre de Victoria para preguntarle si necesitaba algo, para chequear ese embarazo del que estaba a la caza y, cuando ella pidió vitaminas, se aseguraron de comprárselas.


–¿Qué le dijeron sobre su origen? –preguntó el fiscal Martín Niklison.


–Desde que yo soy consciente me habían dicho que era hija adoptada, pero de lo que había pasado con mis padres hubo varias versiones. Cuando era chica, me dijeron que se habían muerto en un accidente y con el correr de los años que mi mamá se había muerto en el parto y mi papá me abandonó.


La salida


Victoria no lo sabía, pero su maestra de primer grado acercó la denuncia de su caso a Abuelas de Plaza de Mayo. Olga Fernández la conocía hacia tiempo, porque su hijo era compañero del hermano de crianza de Victoria. Cierta vez, el chico llegó a su casa diciendo que tenía una hermanita. Pero Olga sabía que María Elena no había estado embarazada y sabía del cuñado comisario. Cuando Victoria entró a primer grado, ella fotocopió todos los papeles. Para entonces Victoria ya decía que era hija adoptiva, pero en los papeles aparecía como hija biológica de María Elena y de Víctor. “Fueron momentos de mucha angustia para mí –dijo Victoria–, yo lloraba sistemáticamente y ella fue una de las personas con las que yo hablé de todas estas angustias y estos problemas.”


Mientras tanto había pasado la vida. El apropiador de Victoria había muerto cuando ella tenía un año, y el supuesto tío Oscar se había hecho cargo de su cuñada y de los niños. “Tuvo un rol importante para mí en cuanto a la figura masculina –dijo Victoria–, sobre todo para mi hermano Juan Ignacio, que no es hermano biológico, pero yo voy a hablar de él como mi hermano.” A los siete años, Victoria estaba en la casa de los supuestos abuelos y la mandaron a dormir con un tono distinto al habitual: “Yo me hago más bien la dormida –dijo–, y escucho una conversación en la que Oscar Penna –me acuerdo textual– dice: ‘Cayó Camps, y yo me voy a ir a Bahía o Bahamas, y si preguntan por mí decí que no me ves hace dos años`”. A partir de ahí, no lo vio más.


Camps era un nombre conocido en la casa. Se hablaba de Camps habitualmente. Ella no lo conocía, pero se lo imaginaba como un jefe. El 30 de diciembre de 1987 empezó el proceso de reconstrucción de identidad, y con él la posibilidad de reentender algunos de esos nombres. Ese día llegaron algunos hombres del juzgado a su casa. Hubo forcejeos. Ella imaginó alguna discusión por deudas, pero nunca lo que iba a pasar. “Lo que menos imaginé era que se estaba resolviendo el problema de mi identidad, no entendía nada, pero estaba nerviosa, me decían que me iban a llevar al juzgado porque yo no era hija de ellos, sino que tenía otra familia que había que averiguar quién era, fue un momento bastante difícil, pero yo me di cuenta de que me iba y no iba a volver y se lo dije a mi hermano: ‘Siempre uno encuentra a alguien –le dije–, un primo, alguien’ y yo sabía que iba a encontrar.”


Victoria vivió a partir de ese momento entre Buenos Aires y Montevideo, pero no podía establecerse en Uruguay porque sus documentos demoraban. Un día en los alrededores del estadio de River, durante el concierto de Sting, cuando las Abuelas organizaban la entrada al estadio, se dio cuenta de que su apropiadora estaba ahí: había ido a buscarla.


“Ella quería que yo la viera –dijo Victoria–: yo estaba en un micro, y ella perseguía al micro y a mí me dio una crisis de nervios, estaba temerosa de poder encontrármela en algún lado; yo no la quería ver y no me la quería encontrar, yo no podía vivir de esa manera, con miedo, y me fui sin documentos a Uruguay.”


Después de un tiempo se instaló nuevamente en Buenos Aires, el momento en el que empezaron a tener sentido las preguntas que Niklison hacía una y otra vez. ¿Volvió a ver a María Elena?, le decía el fiscal y es que Victoria la volvió a ver. Primero se encontró con su hermano de crianza, y se fue de la casa de su abuela paterna cuando ella lo supo, y entonces le prohibió volver a verlo. Más tarde, a instancias del juzgado, se reunió con su apropiadora: ellos aseguraban que si no hacían ese encuentro, ellas se iban a volver a cruzar en la calle y nadie sabía qué podía pasar. Victoria la vio. Le reprochó todo. Preguntó todo. Y le reclamó por las mentiras: “Ella me dijo que sospechaba que era hija de desaparecidos, pero que no estaba dispuesta a buscar por sí misma porque como veía que yo iba avanzando con las preguntas, ella sabía que en algún momento iba a tener que investigar pero para acompañarme a mí, pero que por sí misma no lo iba a hacer, que para ella era su hija y no estaba dispuesta a entregarme a nadie por más que sea mi familia biológica”


Con el tiempo, Victoria rearmó la historia robada. Supo que nació en el Pozo de Banfield. Que en ese lugar, el propio Penna visitó a su madre. “Nos daban como mascotas, te elegían, si eras más o menos bonita, fue un plan sistemático dentro de un plan mayor que fue el del genocidio, los 30 mil desaparecidos, y entre ellos mis padres”, concluyó.




ANEXO 3: NOTA EN TIEMPO ARGENTINO DEL 6-05-11
Emotivo encuentro de una nieta recuperada con su maestra de primer grado
Por Florencia Halfon-Laksman


"Pregunté por ella y me dijeron: “es un premio, es hija de desaparecidos” ”

Después de 16 años, María Victoria Moyano Artigas se reencontró con Olga Fernández, quien llevó su sospecha a las Abuelas. “Olga y los testigos que estuvieron detenidos con mi padre tuvieron un rol clave”, agradeció la joven.


María Victoria Moyano Artigas es hija de desaparecidos. Lo confirmó cuando tenía 9 años, un tiempo después de que Olga Fernández, su maestra de primer grado, lo sospechara y se acercara a denunciarlo ante las Abuelas de Plaza de Mayo. Así pasó a ser la nieta número 53 encontrada por la asociación.

Alguna vez, María Victoria le reprochó ese gesto, pero hoy se lo agradece sin dudarlo. Después de 16 años sin verse, ayer se reencontraron en el programa La Mañana, de Víctor Hugo Morales en Continental. Luego recibieron a Tiempo Argentino en la casa de María Victoria. Dijo: “Elegí no quedarme en la victimización, sino salir a pelear como mis viejos me hubieran enseñado.”

–¿Se acuerdan de cómo se conocieron?

Olga: –En 1982, cuando su hermano de crianza, Juan Ignacio, que tiene ocho años más que ella, igual que mi hijo, la acompañaba al jardín. Era un chico muy conflictivo y un niño triste. Mi hijo y él iban al Casto Munita, la escuela tradicional del barrio de Belgrano, y ella iba a un jardín a dos cuadras. A veces los acompañábamos. Victoria era una reina: vestida divina, con muchísima personalidad, y contrastaba mucho con Juan Ignacio. Yo era maestra de ese colegio y le consulté a una compañera por qué Victoria era tan distinta a su hermano. Muy suelta de cuerpo me dijo: “Es un premio, se la robaron, esta es hija de desaparecidos.” Me quería morir.

Victoria: –Yo me acuerdo de la puerta del jardín, de salir e irnos caminando para el mismo lado.

–¿Y qué pasó a partir de la información que dio la otra maestra?
O: –Empecé a hablar con mi hijo y le dije que teníamos que descubrir la fecha de nacimiento, porque las Abuelas se basaban mucho en las fechas. Averigüé si había algún represor que se apellidara Penna, como el supuesto papá de Victoria. Encontré a un tal Oscar (apropiador de Victoria, que luego la entregó a su hermano, Víctor Penna) y fui a hacer la denuncia a Abuelas. Yo fui militante sindical y política, y siempre fui consciente de que me hubiera podido pasar a mí o a mis hijos, y eso fue la semilla de lo que me pasó con Victoria. No me permito tener miedo.

-Y luego se encontraron como alumna y maestra.

O: –Cuando le tocó empezar primer grado, me ocupé de que estuviera en mi lista de alumnos, porque le tenía afecto y porque sabía que ahí podía ocuparme de ella, pedirle a la madre la documentación (Víctor Penna murió cuando ella tenía un año) y datos del parto. La mamá nunca me dijo lo que había pasado, pero no tuvo problemas en contarme que Victoria era adoptada, aunque estaba anotada como propia. Ese es un dato típico de los niños robados. Ella hinchaba con que quería saber quiénes eran sus padres, y su madre le decía que la habían abandonado y otro día le decía que habían muerto. Un desastre. No me cerraba nada.

V: –Me acuerdo mucho de primer grado, la relación que tenía con ella. Podíamos hablar mucho. Le transmitía todas mis angustias, le contaba que era adoptada, que quería conocer a mis padres.

O (a V): –Vos te rebelabas porque tu mamá tenía una conducta muy desordenada. Te traía sin guardapolvo y vos no querías entrar, te ponías a llorar, porque siempre fuiste muy responsable. Yo te explicaba que debías preocuparte por los problemas de los grandes. Y también les preguntaba a todos qué sabían sobre el momento de sus nacimientos. Si no sabían, les decía que averiguarlo era la tarea para el hogar.

–¿Y cuando terminó ese primer grado qué pasó?

O: –Nos veíamos porque ella se hizo amiga de Flavia, mi hija, que pasó a primer grado cuando ella pasó a segundo. Venía a casa, a los cumpleaños. No nos veíamos siempre, pero había una relación de amor. Después Victoria pasó a tercero y tenía una maestra que no le hablaba de la adopción

V: –Yo no paraba de preguntar. A los 7 u 8 años, un día vino Oscar a la casa de mi abuela adoptiva y me mandaron a dormir de un modo que no era habitual. Me hice la dormida y escuché: “Cayó Camps y yo me voy. Si preguntan por mí, digan que hace dos años que no me ven.” No me olvidé más de eso. No podía asociar una cosa con la otra, pero todo me parecía raro.
–¿Y cómo se enteraron de la verdad?

V: –Me vino a ver el juez a mi casa, a los 9 años.

O: –Y el mismo día que le confirman eso, el 30 de diciembre de 1987, se cumplían exactamente diez años de que los habían desaparecido a sus padres y a ella. Un par de semanas después, yo estaba de vacaciones en Villa Gesell y se me dio por comprar el diario, cosa que no hago nunca, y ahí me enteré.

V: –No me olvido más de esa escena: me estaba preparando para ir de viaje con mis tíos porque me había sacado sobresaliente en todo el boletín. Entran a mi casa unos hombres de traje y el juez Juan Ramos Padilla me dice que yo no era hija biológica de María Elena Mauriño, con quien vivía en ese momento, y que me iban a llevar a un juzgado. Me tuvieron que explicar qué era un juzgado, pero me fui sabiendo que no iba a volver. Me dejaron tomar la leche. No agarré nada y me fui. Estuve tres días con una familia sustituta y, cuando se confirmó el resultado del ADN, el juez me informó que era hija de desaparecidos, que yo no entendía bien qué era, y que mi mamá era uruguaya y que tenía familia allá. Lloré yo, lloró el juez, el fiscal, la secretaria…

O: –Yo volví y protesté en Abuelas por el tiempo que habían demorado en encontrar a su familia. Estuve mal, porque ellas fueron muy prudentes y usaban los recursos que tenían, pero yo sentía que le habían hecho perder el tiempo. A los pocos meses, hicimos una fiesta en Abuelas para celebrar el hallazgo.

V: –Yo no tenía DNI, así que todavía no podía viajar a Uruguay, entonces mis abuelos venían seguido. En el año ’90, en un recital de Amnesty al que iba con las Abuelas, se presentó María Elena y a mí me agarró un ataque de nervios. Después de eso, decidí irme a vivir con mi familia a Montevideo.
O: –Yo estaba contenta porque al fin ella había encontrado lo que buscaba y pensé “qué suerte que lo hice”.

–¿Cuándo se vieron por última vez?

V: –Yo estaba en el medio de resolver una vida, porque no es que resolvés tu identidad y todo es un mar de rosas.

O: –Venía de visita cada tanto y nos veíamos, pero ella no estaba muy bien. Se llevaba bárbaro con la abuela pero no tanto con el abuelo.

V: –Olga era la única persona, de las que tenían que ver con mi pasado, a la que yo accedía a ver. A los 16 años me vine a vivir a Buenos Aires, a la casa de mi abuela paterna.
O: –Ahí nos vimos y yo sentí que ella quería que yo fuera su mamá y que mis hijos fueran sus hermanos. Ella quería esa familia, la que ella no había tenido. Hubiera sido ideal, si yo hubiera podido hacerlo. Capaz que hubiera sido bueno, aunque fuera un tiempo. Ella nunca lo verbalizó pero yo me sentía muy responsable. No me dio el cuero. No me animé. Y ella se distanció. Llegué a pensar que le hice un daño a esta chica y no tendría que haberme metido en su vida.

V: –Yo pensaba que, al final, todo el mundo se había metido en mi vida y en ese momento no sabía qué hacer. Ahora le agradezco que lo haya hecho, claro. Olga tuvo un rol clave. Le agradezco a ella, a los dos testigos que estuvieron detenidos con mis padres y que informaron que mi mamá estaba embarazada, y a mi familia por haberme buscado. O: –Es que esto no tiene arreglo. Los represores son unos hijos de puta que le cagaron la vida a varias generaciones. Lo único que nos queda es salir adelante y buscar justicia.



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